DE DIDÁCTICAS EXCLUYENTES A DIALÉCTICAS INCLUSIVAS

   Los profesionales de la educación como sujetos y objetos de la violencia en el ámbito educativo

   Luis García Campos

 

 

 “Toda indagación en el campo de lo social sirve para configurar una estrategia de acción”. E. Pichon-Rivière

RESUMEN

El presente trabajo parte de una lectura del valor de la actividad educativa formal en términos de inclusión-exclusión social, en el que centramos nuestra aproximación a la violencia en la práctica educativa. A continuación tratamos de pensar el lugar de la institución escolar en la primera década del siglo XXI, lo que algunos autores denominan el declive de la institución escolar o la escuela destituida. Ante este panorama se apuesta por una revisión del lugar del educador como protagonista y creador, proponiendo una práctica crítica y colectiva que integre en cada aquí y ahora escolar los elementos psicológicos, grupales e institucionales que determinan los procesos de enseñar y aprender.

Empiezo recreando una situación próxima, ocurrida en una reunión de tutores de un instituto del sur de la ciudad de Madrid. Gerardo, un experto profesor, con importantes recursos personales y profesionales, que además conoce el centro en el que trabaja desde hace más de 10 años, plantea una situación ante los demás tutores de 1º y 2º de educación secundaria, el jefe de estudios y el orientador: el trasiego de chicos de 1º de la ESO por los pasillos del instituto es inmanejable y hay que adoptar medidas drásticas. Tras detallar cómo algunos alumnos, de los que da nombres y apellidos, juegan a las carreras en los distintos pisos del centro y comentar que los esfuerzos del profesorado realizados hasta la fecha son completamente inútiles, cuando ha transmitido a sus compañeros una clara sensación de batalla perdida, propone que se cierren con llave los aseos de los alumnos para evitar que se escondan en medio de sus carreras. Tanto la descripción como la propuesta de controlar el acceso a los baños son escuchadas con atención y preocupación por los compañeros, quienes corroboran la descripción y apoyan la medida sugerida. El jefe de estudios quedó en estudiar la propuesta para integrarla en lo que estaba siendo una revisión general de las normas de convivencia del centro.

Curiosamente, a la semana el orientador preguntó ante el mismo grupo cómo seguía la situación y la respuesta fue que significativamente mejor. La mera preocupación generada por el enunciado del problema parecía hacer incidido en la regulación por parte de los tutores del tráfico entre clases. Pero esta nueva lectura de la situación costó arrancar en el grupo, que parecía atrapado en el discurso de la alarma, la incapacidad para responder sin el recurso de la cerradura y la sensación de amarga derrota. Es más, el trabajo de revisión de otras medidas organizativas de la convivencia se vieron también marcadas por esa forma de mirar(se) hacia la función educadora.

Pero practiquemos el análisis de sentido de esta situación. ¿Qué hay en los servicios que encerrar, qué constituye esa fuerza adolescente que no se puede controlar y a la que hay que “echar la llave”? ¿Cómo explicar el quehacer educativo ante esta impetuosidad que parece inmanejable para los educadores?

Si seguimos a Clara Jasiner [1] el echar la llave a los lugares del centro se coloca en una distancia significativa de lo que ella valora como función de la palabra. La autora sostiene:

“…que en las aulas se impone intensificar la confianza en que la alfabetización munida de la palabra como instrumento que opera la construcción de bordes imprescindibles para que nuestra construcción de subjetividad disponga de anclajes y pueda devenir en capacidad simbólica y por ende creativa ante situaciones de arrasamiento por debilitación y caída de la ley”.

Siguiendo esta propuesta podemos pensar que poner palabras en el espacio escolar permite abrir conciencia y conocimiento, promover aprendizaje impulsando la transformación, el cambio y el desarrollo. Siendo esa palabra un instrumento de contención, de posibilidad, de anclaje -como dice Jasiner- que permita sostener y sujetar suficientemente como para poder elaborar y transformar.

La llave nos lleva a la verja y al trabajo de Cecilia Naumec [2] a propósito de las rejas, la autora señala cómo las rejas físicas en las escuelas

…devienen en rejas en el pensamiento, en los sentimientos, en la construcción de lazos, en las palabras y en las miradas. El yo –realizando un trabajo de interpretación de lo percibido- permite que el adulto convierta sus sentimientos en ideas. Un adulto también oferta significaciones que le permiten al niño nominar sus afectos.

Frente a las palabras, las rejas como objeto de protección y resguardo profundizan la

…resistencia a pensar, resistencia a actuar, resistencia a cambiar la pregunta, a sacar la reja, donde queda la queja inhibiendo la acción. Me pregunto si las rejas no están también para atrapar al cuerpo docente, no en el sentido del conjunto, sino en el de corporeidad.

Pensar en cerrojos, rejas y llaves nos pone en la pista de enunciar el eje inclusión-exclusión social en el marco del sistema educativo. En aquello que se queda fuera de lo hablado, de lo explícito en el contexto escolar, de aquello que se supone que no se habla (el currículo mudo) y aquello que se enseña sin decirlo, sin decir que se enseña/aprende (el currículo oculto, por el que se enseñan cuestiones como las relaciones de clase, de género, de poder…). Desde otra perspectiva pensar en exclusión también remite a aquellos que se quedan fuera de los espacios de participación y de las posibilidades de aprendizaje. En ese sentido hemos de recordar la presencia de la llamada Escuela Inclusiva en el proyecto de muchos educadores y la iniciativa de algunos centros.

No sólo se trata de las verjas que encierran y limitan al que rodean, también de las fronteras que impiden el paso, de los obstáculos para acceder a un estatuto ciudadano. Para Castells la exclusión social es el proceso por el cual se impide sistemáticamente “a ciertos individuos o grupos el acceso a posiciones que les permitirían una subsistencia autónoma dentro de los niveles sociales determinados por las instituciones y valores en un contexto dado”. Para Jiménez Ramírez [3] “los excluidos se encuentran al margen de los procesos vinculados con la ciudadanía social, es decir, con aquellos derechos y deberes del ciudadano que tienen que ven con el bienestar de la persona”. En este marco la falta de competencias profesionales, el analfabetismo, los bajos niveles formativos, el abandono temprano del sistema escolar, la falta de titulación básica son factores de vulnerabilidad que pueden devenir en situaciones de exclusión social.

Para Bel Adell [4] la exclusión social es un germen de violencia en un triple sentido: institucional, popular y represivo. Esta profesora afirma

“El estado actual de la exclusión social resulta de una triple ruptura: económica, social y vital y de la confluencia convergente de tres factores: estructurales, que conforman una estructura excluyente; sociales, que cristalizan en contextos inhabilitantes; y subjetivos, fragilizando y desmotivando los dinamismos vitales. Se trata de tres ámbitos que se yuxtaponen, se sobreponen y se retroalimentan”.

Ya en 1970 Bourdieu y Passeron [5] señalaron cómo la escuela servía para legitimar las desigualdades sociales al acreditar que las distancias en mérito y rendimiento que se producen en su seno no están fundamentadas por el origen social. El sistema educativo es un mecanismo para blanquear desigualdades, en el que se emiten certificados de autenticidad para justificar las diferencias.

Dubet [6] afirma sobre esta cuestión, partiendo del análisis de la situación escolar:

“…podríamos… preguntarnos si no hay una suerte de estructura general de las desigualdades en una sociedad que sin cesar afirma la igualdad fundamental de los individuos, al tiempo que los coloca frente a pruebas profundamente desiguales”

El mismo autor va a proponer una revisión de la institución educativa [7] desde la crisis de lo que  él denomina el “programa institucional” al que se refiere para caracterizar los sistemas que las sociedades modernas utilizan para crear socialización y subjetivación, donde la institución escolar tiene un lugar preeminente. El programa institucional remite a una forma peculiar de socialización en donde se organizan estructuras y dispositivos para trabajar sobre los otros (educación, intervención social, salud) de forma que estos espacios, además de otras cualidades, posean un poder “institutor” generando socialización y subjetividad. Según Dubet el programa institucional en Francia adopta ciertos aspectos esenciales del sistema religioso para constituir un espacio desde el que instituir ciudadanía republicana.

Dubet plantea que este entramado de socialización se encuentra en un momento de declive. Apunta entre los motivos de este a cuestiones como la extensión de la escolaridad obligatoria a toda la población; los desarrollos de la cultura de masas, fuentes de información y socialización; o la profundización en la diversidad social que hace resquebrajarse visiones monolíticas y compartidas de generar socialización y subjetividad. Y esa crisis que afecta de lleno por la institución educativa es vivida por sus actores, los docentes, como un cuestionamiento hondo de su lugar y con un profundo sentimiento de nostalgia por una escuela del pasado, una añoranza adornada de importantes componentes míticos.

Algo parecido plantean Corea y Lewkowicz [8] quienes enuncian el concepto de escuelas destituidas, aludiendo a un proceso de descentramiento que la institución educativa vive en el tránsito de las sociedades-estado a las sociedades-mercado. Afirma Lewkowicz al referirse de la situación de la institución escolar en la sociedad-mercado:

“Los ocupantes de las escuelas postnacionales (maestros, alumnos, directivos, padres) hoy sufren por otras marcas. Ya no se trata de alienación y represión sino de destitución y fragmentación; ya no se trata del autoritarismo de las autoridades escolares, sino del clima de anomia que impide la producción de algún tipo de ordenamiento. Dicho de otro modo, los habitantes de la escuela nacional sufren porque la normativa limita las acciones; los habitantes de las escuelas contemporáneas sufren porque no hay normativa compartida.”

Esta transformación social convierte en palabras del autor a la escuela en un galpón [9]. En la escuela postnacional

“Se trata de un coincidir puramente material de los cuerpos en un espacio físico. Pero esta coincidencia material no garantiza una representación compartida por los ocupantes del galpón. Más bien, cada uno arma su escena. De esta manera el pasaje de la institución al galpón implica la suspensión de un supuesto: las condiciones del encuentro no están garantizadas”.

La sociedad-mercado no se sostiene por los vínculos interinstitucionales de producción de subjetividad. Ahora la institución escolar, productora de subjetividad disciplinaria, integra a personas cuya subjetividad dominante es mediática. Frente a las normas y el saber se presentan imágenes y opiniones personales y desde aquí se inicia el malentendido.

“Se arma, entonces, el desacople subjetivo entre la interpelación y la respuesta, entre el agente convocado y el agente que responde, entre el alumno supuesto por el docente y el alumno real. El malentendido galopante es el sustento del galpón… La relación entre instituciones se deja describir como una Babel sin torre.”

El malentendido es una alteración del proceso de comunicación producida por el equívoco de situar a uno de los interlocutores en un lugar donde no está, dirigirse a él utilizando mensajes que son definidos de forma distinta en función el código de los implicados o decodificar incorrectamente las marcas del contexto desde las que se produce el acto comunicativo. Sea cual fuere el motivo, el malentendido remite a una distancia excesiva de los esquemas de referencia de los interlocutores. Y si bien, cuando se da en una situación puntual puede elaborarse sin dejar rastro –pensemos en cuantas veces el malentendido es la base de un chiste- cuando se da de manera reiterada, el malentendido es una fuente de desencuentro y malestar.

Si pensamos que la situación escolar como un espacio en que pueda darse un malentendido crónico en las formas de entender el sentido de la escolaridad, podemos estar hablando de la fractura entre la educación pensada en la sociedad-estado y aquella otra de la que hablamos como de la sociedad-mercado. Ahí caben situaciones como la del alumnado que espeta a sus profesores de educación plástica o educación musical ¿y esto para qué me sirve? ¿Por qué necesito aprobar tu materia para acabar la ESO y pasar a estudiar formación profesional?

O bien otras en las que el saber adolescente, con sus implicaciones e intensidades emocionales entra en supuesta condición de igualdad al académico que porta el profesorado. Así Julián le grita a su profesora de ciencias naturales que lo que acaba de explicar del hígado es falso porque él sabe mejor que ella cómo funciona, su padre murió hace unos meses de una enfermedad hepática.

Son situaciones que generan malestar en los docentes: ¿Qué hago yo aquí?, ¿Para qué sirve mi dedicación? ¿Me pagan para guardar? ¿Es mi trabajo el de cuidador de guardería? Se trata de cuestionamientos que podrían dar lugar a aprendizajes y cambios en el esquema referencial, pero sólo en determinadas condiciones.

Un estado de estas características se da cuando Eduardo, un profesor interino de Lengua y Literatura, se encuentra ante una situación imposible en un grupo de diversificación educativa. Él tenía en la cabeza, cuando decidió trabajar en la enseñanza la imagen de un profesor de Bachillerato que le transmitió el valor del saber y la capacidad de disfrutar con los libros. Nada que ver con la situación que vive cotidianamente, de chicos de 16 y 17 años que saltan sobre las mesas, hacen chistes y comentarios triviales o se cruzan pelotillas entre las mesas en cualquiera de las 8 horas de clase que tiene con ellos a la semana. ¡Se portan como niños! Expresa mostrando su enfado y su frustración, él se siente obligado (y competente) para educar a chicos mayores ¿qué hacer con esos alumnos reales, rebeldes e imparables? ¿Cómo soportar la tensión de entrar en esa clase todos los días? ¿Cómo manejar la frustración de sentirse inoperante, lejos de lo que se representaba como función docente, de no poder reconducir o establecer unas condiciones básicas de trabajo escolar?

Antes de pasar a analizar qué medios pueden ayudar a transformar una situación de esas características querríamos detenernos en una de las prácticas que habitualmente pueden desarrollarse para manejarse ante niveles de conflicto educativo como el descrito. Estaríamos hablando de lo que Pichon-Rivière y Bauleo [10] denominan pretarea, una situación determinada por la intensificación de las resistencias al cambio, donde las ansiedades básicas (de pérdida y ataque) se incrementan y por ello se establece una distancia entre lo real y lo fantaseado, dificultándose el manejo de la realidad.

Para manejar las tensiones aparecidas en este momento productivo aparece el “como sí” como figura transicional: se hace que se hace, se establece un simulacro que aparenta cumplir con las condiciones de actividad aunque se hace en el vacío, sin generar cambios ni –en nuestro caso- aprendizaje. Un profesor de historia resumía esta situación así:

“yo entro en clase y los chicos están imposibles. No hay manera de hacer que guarden silencio o que atiendan, creo que es el cansancio acumulado de todo el curso o la primavera, no lo sé. Lo que sí sé es que yo llego y hago como si nada, abro el libro, cojo la tiza y comienzo a escribir en la pizarra. Ellos no me escuchan, yo tampoco los atiendo, pero sigo con lo mío, relleno pizarras y pizarras de notas”.

Pichon-Rivière y Bauleo afirman sobre esta forma de enfrentar una actividad:

“Podemos estipular que el “como sí” aparece a través de conductas parcializadas, disociadas, semiconductas –podríamos decir- pues las partes son consideradas como todos. Los aspectos manifiestos y latentes son imposibles de integrar en una denominación total que los sintetice… (El sujeto, el docente en nuestro caso) se entrega entonces a una serie de “tareas” que le permiten “pasar el tiempo” (mecanismo de postergación, detrás del cual se oculta la incapacidad de soportar las frustraciones de inicio y terminación de las tareas y, causando, paradójicamente, una frustración constante.”

Para estos autores, desde una perspectiva operativa, la pretarea es una fase necesaria y que puede dar lugar en otros momentos a situaciones de elaboración de esas ansiedades paralizantes, que va a posibilitar, producir y generar sentidos y aprendizaje. Lo que nosotros podemos estar describiendo en numerosas situaciones educativas de nuestra actualidad es que ese estado de “como sí” se cronifique, y esta cronicidad genere nuevas realidades de frustración para los docentes y violencia para el alumnado.

Imaginemos que nuestro profesor de historia sigue eternamente escribiendo en su pizarra sin reconocer la situación en la que se encuentra. Difícilmente va a darse de manera espontánea una situación de templanza y quietud entre el grupo-aula. La percepción de estar descolocado ante la situación educativa, si no se produce un ajuste adecuado en relación con la tarea, va a traducirse fácilmente en más desconcierto y ruido por parte de los alumnos, entre los que progresivamente aumentan las posibilidades de que se den situaciones de riesgo y tensión.

Proponemos pensar en términos de exclusión el lugar de ese docente fuera de lugar, descolocado ante una realidad con la que no consigue ser competente, en la que no hay sentimientos de pertenencia ni de pertinencia, en donde no puede participarse para aprender (a enseñar). Es un lugar psicosocial en el que aparecen sentimientos e ideas relacionadas con la descalificación y la devaluación profesional: los docentes así (aquí) somos cuidadores, no podemos enseñar, no nos merecen, nuestro trabajo es de hacer de policía, de guarda de seguridad… Es también un lugar que atraviesa las culturas institucionales.

Al finalizar el siglo XX Marta Souto [11] planteaba una investigación en la que aparecen tres grandes culturas escolares que resultarían ejes de actividad para cualquier centro escolar: la centrada en el éxito y el rendimiento escolar; la gobernada por el terror y el miedo; y la organizada desde la idea de la disciplina. En estos momentos, integrando los análisis sociales expuestos, podríamos pensar que todo establecimiento escolar se ve atravesado por una tensión inexcusable: o genera aprendizaje o se ve abocado a manejar en términos de terror-disciplina una situación de dificultad institucional. Si no se enseña se extiende el caos o, como inversión, se centran las energías en mantener la ley y el orden sin poder pensar más allá, eludiendo la tarea educadora. En vez de contener para educar, se pasa en estas circunstancias a trabajar con la única finalidad vivida como posible: cohibir, controlar, someter, dominar.

Si es cierto que, como afirma Dubet, la institución educativa se encuentra en declive, si según Corea la escuela es destituida en nuestras nuevas sociedades-mercado, ¿es posible hacer algo más que lamentar eternamente las pérdidas vividas por lo educativo o que responder con violencia excluyente a aquel alumnado que no se acomode a una forma de pensar y hacer educación en las sociedades-estado de la modernidad, repitiendo esquemas de otra época en los que se espera que aparezcan unos alumnos que ya no existen mientras ignoramos las características y necesidades de otros que acuden a nuestras aulas?

Desde nuestra perspectiva cabría recuperar algunas hipótesis de trabajo que ya resultaban críticas con la situación educativa de las escuelas modernas y que podrían mantener cierta vigencia en las actuales coordenadas socio-históricas. Vamos a referirnos a planos del quehacer educativo como el vínculo docente, la grupalidad o el análisis de la institución educativa.

Pensar la relación educativa nos lleva a recordar un texto de Souto [12] titulado “El acto pedagógico” y en el que realiza un análisis en tres ejes de la relación educativa. Para ella el triángulo educador-educando-contenidos se dinamiza en tres planos que siempre generan movimiento: el psíquico, el social y el instrumental. Con el primero se refiere a todas aquellas cuestiones psicosociales que se juegan en la relación profesor-alumno: expectativas, deseos, temores, transferencias de otras figuras y cómo eso se materializa en un vínculo con sus repeticiones y sus capacidades creadoras.

Junto a esto, otro plano se integra en el proceso: lo social entendido como los juegos de reproducción y transformación de la organización social y la producción de roles y jerarquías. Aquí el tema del poder se hace central: cómo usarlo, cómo administrar el poder sobre otros y sobre uno mismo; como aparece la problemática política en el aquí y ahora educativo… y sobre todo cómo hablarlo, cómo darle una visibilidad que permita pensarlo y aprehenderlo, cómo convertirlo en un contenido que permita profundizar en el aprendizaje y el desarrollo de ciudadanía.  Dice Souto al respecto:

“Desocultar lo político, darle nombre y existencia, legitimar el poder en lo pedagógico traerá seguramente aparejado el destierro de las formas despóticas, autoritarias y perversas del ejercicio y usurpación del mismo, las que, desde lo oculto encuentran el terreno fértil para su reproducción”.

Estas dos lógicas, la psicológica, en la que se movilizan los elementos intrapsíquicos en la relación educativa, y la social, en la que se materializan e intervienen los códigos micropolíticos escolares, son inseparables de esa tercera dimensión tan especificada y atendida por la didáctica tradicional: el currículum, los objetivos, contenidos, metodologías, competencias y criterios de evaluación. Junto a lo instrumental, lo que se enseña, se mueve cómo se vinculan el que enseña y el que aprende y cómo esto genera nuevos sentidos y aprendizajes, cómo marca el desarrollo subjetivo, tanto del educador como del alumno. Pensaríamos que cualquier acto de aprendizaje pone a sus sujetos en situación de exposición, de ajuste, de posibilidad de cambio, de transformación… Aprender es cambiar y pensemos desde esta perspectiva que nos transformamos transformando.

Siguiendo el esquema de los ámbitos propuesto por José Bleger [13] pasaremos del ámbito psicosocial al sociodinámico y para ello ajustaremos el foco en el campo grupal. Pensar en aprendizaje y grupalidad nos remite a otro texto de Bauleo [14] en el que, además de defender que aprender implica comprometer en el proceso informaciones, afectos y conductas se propone el espacio grupal como medio y fin de toda actividad de aprendizaje. Medio porque el aprendizaje entendido como acto social sólo se va a llevar a cabo con otros, sólo el grupo va a permitir que se produzca aprendizaje y se generen cambios. Fin porque el aprender a aprender con otros es en sí mismo un objetivo, que instrumentalizado abre puertas a nuevos contenidos y sentidos educativos. Afirma Bauleo en este texto que “la elaboración de un sistema relacional también es un aprendizaje”.

Pensar lo grupal en educación no sólo nos lleva a considerar el lugar del docente en el grupo-clase, también debe remitirnos a otros lugares desde donde reelaborar la soledad del docente. El trabajo educativo es un trabajo colectivo y en ocasiones la libertad de cátedra se confunde con la celda de castigo. Uno trabaja con otros, educa con otros, soporta con otros, crea con otros.

Pasamos así al ámbito institucional y a su papel como ámbito de producción. Exclusiones e inclusiones sociales y educativas se producen en numerosos espacios y pautas cotidianas de cada centro. La forma en la que se organizan los grupos, cómo se entiende el valor de las reuniones de coordinación tutorial, el papel de los departamentos didácticos, el lugar asumido y asignado a la dirección… Lo obvio, lo cotidiano, lo indiscutible en muchas ocasiones se convierte en la manifestación más evidente de formas de entender las relaciones con otros, la diferencia, el conflicto, los afectos o las relaciones de poder. Todo ello incluido durante mucho tiempo en el currículum oculto del que hablamos anteriormente, todo ello entendido desde el esquema operativo como parte del latente grupal [15]. Desde el valor dado a determinadas asignaturas (pensemos en el sentido de la dureza de juicio desde las disciplinas próximas a las ciencias naturales) al lugar dado desde una perspectiva de género a los niños y las niñas en las escuelas. Pensemos en dónde se coloca la autonomía docente (el valor que se otorga al poder del educador) o a la forma en la que se entiende que hay que intervenir ante las situaciones que vienen de fuera (conflictos, familias, recursos…).

Desde una mirada tradicional al acontecer escolar es frecuente encontrar una lectura segmentada del ámbito institucional. Desde esta perspectiva se da por supuesto que una vez cerrada la puerta del aula (curiosa la frecuencia con la que esas puertas son imposibles de abrir desde fuera) ese grupo se sostiene en una nube social: todo lo que ocurra o no ocurra depende exclusivamente de sus integrantes y de lo que entre ellos acuerden o peleen. Se trata del mito del grupo-isla, delimitado por Ana María Fernandez [16]. Focault señaló la función de control de las instituciones disciplinarias y desde muchos lugares se subrayó su papel represor.  Nosotros retomamos la propuesta de Dubet que plantea el papel generador de subjetividad y socialización de las mismas para recordar los riesgos de entender la actividad educativa desde el reduccionismo funcionalista: si sacamos la historia del foco de la actividad docente, negando los vínculos verticales y diacrónicos de sus actores, alumnos y profesores; y además negamos la vinculación de ese grupo escolar con su contexto próximo y general (lo social entendido como lo comunitario y lo global), colocamos al grupo-clase en un lugar arriesgado, invisibilizando sus vínculos con su historia y con su contexto.

Frente al declive de la institución educativa, la actitud de derrota y resignación que muchas veces muestran aquellos educadores que viven indefensos la transformación de sus condiciones de trabajo y su capacidad para educar, defendemos una actitud de transformación y actualización del lugar educativo. En esa situación cabe destacar cómo si ya no disponemos de una estructura socializadora sincronizada (las instituciones disciplinarias enunciadas por Dubet [17]) del mismo modo que existía en la modernidad, en la que el respeto a la autoridad o el reconocimiento del valor del saber se daban por supuestos, es preciso en la actualidad entender la necesidad de encuadrar en cada situación educativa el enunciado convocante, asignar a cada espacio educativo un valor temporal que hay que explicitar y considerar en su transitoriedad. Lo efímero se instala en las instituciones, lo que impide ciertas prácticas pero da posibilidad a otras menos petrificadas. Esto también significa reclamar el valor creador del acto educativo. Para ello tomamos prestados dos términos, el de ensayo y el de autoría.

Hablar de educación y creatividad nos remite a Morín [18], quien trabaja en una publicación compartida sobre la contraposición entre programa y ensayo. Entiende que en el primero el fin de la acción está decidido de antemano, toda la atención y el esfuerzo están puestos en juego para alcanzar un objetivo predeterminado y todo aquello que ocurra inesperadamente va a ser tomado como una interferencia, una alteración de lo planificado. Nosotros defendemos una actividad educativa sostenida en el ensayo, pensado éste desde un triple sentido: científico, intelectual y artístico. El ensayo pensado desde la actividad científica, nos lleva a plantear el hecho educativo como un experimento en el que proponemos condiciones para investigar qué ocurre, en nuestro caso qué se aprende, cómo se hace, porqué no da lugar a otros resultados. Ensayo que permite tanto buscar respuestas como formular nuevas preguntas, momento de un proceso que se construye y se revisa paso a paso. En el sentido literario, la idea del ensayo engarza con nuestra visión del hecho educativo en la medida que hacer educación requiere una reflexión sobre la práctica que van a generar discursos sobre ella. Por último el término ensayo nos remite al campo artístico y dramático. Ensayar es lo que hacen los grupos teatrales y los intérpretes musicales. Es el ensayo un marco para producir con otros, para revisar y aprender, para crecer junto a otros. Ensayos son los encuentros en el salón de actos de alumnos de un ciclo con sus flautas dulces preparando la actividad de cierre del trimestre; ensayos también los trabajos de matemáticas o los de comentario de texto de lengua, filosofía o historia.

Desde otra perspectiva Alicia Fernández [19] propone el término autoría para pensar el lugar de actividad creadora del que aprende y el que enseña. Esta psicopedagoga define la autoría: “Como el proceso y el acto de producción de sentidos y el reconocimiento de sí mismo como protagonista o partícipe de tal producción”. Fernández desarrolla una posición ante el pensamiento que lo remite a la capacidad para hacer preguntas, lejos tanto de las certezas dogmáticas como de las dudas inmovilizantes. La autora también señala que la relación entre creador y creación no es unívoca. La creación, como el aprendizaje o el saber, transita entre los sujetos pero no establece con ellos relación de propiedad. Y considera que el vínculo entre autor y obra los condiciona de una manera recíproca:

“Nosotros trabajamos con la noción de autor, como autor de obra y recíprocamente como él mismo creado por la obra que está creando. Este autor se produce cuando se reconoce creando, cuando su obra muestra algo nuevo de él, que no conocía antes de plasmar su obra”.

Precisamos mudar a un paradigma de enseñanza que pase de subrayar como claro, conciso, concreto el objeto de su actividad y que pueda integrar características como complejidad, contextual, conflictivo y cuestionado. Que no le tema a la confusión ni a la incertidumbre.



[1] Jasiner, Clara,  El aula: territorio de la palabra subjetivante, en Revista Área 3. Cuadernos de temas grupales e institucionales. www.area3.org.es. Nº 14. Invierno 2010
[2] Naumec, Mª Cecilia (2008), Rejas, escuelas y sujetos: la construcción de la subjetividad enrejada,  en Boletín Punto y Seguido. Recuperado el 10 de marzo de 2011 de: http://www.puntoseguido.com/boletin_items_detalle.asp?item_id=125
[3] Jiménez Ramírez, M., Aproximación teórica de la exclusión social: complejidad e imprecisión del término. Consecuencias para el ámbito educativo. Revista Estudios Pedagógicos Vol. 34, nº 1, Universidad Austral de Chile, Valdivia, 2008.
[4] Bel Adell, C., Exclusión social: origen y características, Recuperado el 3 de mayo de 2011 en: http://enxarxats.intersindical.org/nee/CE_exclusio.pdf
[5] Bourdieu, P. , Passeron, J.C., La reproducción: elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Editorial Popular, Madrid,2001.
[6] Dubet, F., La experiencia sociológica, Gedisa, Barcelona, 2011.
[7] Dubet, F , El declive de la institución, profesionales sujetos e individuos en la modernidad, Gedisa, Barcelona, 2006.
[8] Correa, C. y Lewkowicz, I., Pedagogía del aburrido: escuelas destituidas, familias perplejas,  Paidós, Buenos Aires, 2005.
[9] Término latinoamericano que designa un edificio grande y diáfano con techo de zinc, generalmente en el campo y las estancias, destinado al almacenamiento, donde se guardan productos del campo: grano, heno, útiles agrícolas
[10] Pichon-Rivière, E. y Bauleo, A. (1964), La noción de tarea en psiquiatría, en El proceso grupal. Del psicoanálisis a la psicología social,  Nueva Visión, Buenos Aires, 1995.
[11] Souto, M., Las formaciones grupales en la escuela, Paidós, Buenos Aires, 2000.
[12] Souto, M., Hacia una didáctica de lo grupal, Miño y Dávila Editores, Buenos Aires, 1993.
[13] Bleger, J., Psicohigiene y psicología institucional, Paidós, Buenos Aires, 1990.
[14] Bauleo, A., Ideología, grupo y familia, Kargieman, Buenos  Aires, 1970.
[15] García Campos, L. La psicopedagogía desde una perspectiva operativa, Revista Huellas Nº 2, recuperado en www.revistahuellas.es, Madrid, 2011.
[16] Fernández, A.M., El campo grupal. Notas para una genealogía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989.
[17] Dubet, F., La experiencia sociológica, Gedisa, Barcelona, 2011.
[18] Morin, E., Ciurana E.R. y Motta, R.D. , Educar en la era planetaria: el pensamiento complejo como método de aprendizaje en el error y la incertidumbre humana, Universidad de Valladolid/UNESCO, 2002.
[19] Fernández, A., Poner en juego el saber. Psicopedagogía: propiciando autorías de pensamiento, Nueva Visión, Buenos Aires, 2007.