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DE
DIDÁCTICAS EXCLUYENTES A DIALÉCTICAS INCLUSIVAS Los profesionales de la educación
como sujetos y objetos de la violencia en el ámbito educativo |
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“Toda indagación en el campo de lo social sirve
para configurar una estrategia de acción”. E. Pichon-Rivière RESUMEN El presente
trabajo parte de una lectura del valor de la actividad educativa formal
en términos de inclusión-exclusión social, en el que centramos nuestra
aproximación a la violencia en la práctica educativa. A continuación
tratamos de pensar el lugar de la institución escolar en la primera
década del siglo XXI, lo que algunos autores denominan el declive de
la institución escolar o la escuela destituida. Ante este panorama se
apuesta por una revisión del lugar del educador como protagonista y
creador, proponiendo una práctica crítica y colectiva que integre en
cada aquí y ahora escolar los elementos psicológicos, grupales e institucionales
que determinan los procesos de enseñar y aprender. Empiezo
recreando una situación próxima, ocurrida en una reunión de tutores
de un instituto del sur de la ciudad de Madrid. Gerardo, un experto
profesor, con importantes recursos personales y profesionales, que además
conoce el centro en el que trabaja desde hace más de 10 años, plantea
una situación ante los demás tutores de 1º y 2º de educación secundaria,
el jefe de estudios y el orientador: el trasiego de chicos de 1º de
la ESO por los pasillos del instituto es inmanejable y hay que adoptar
medidas drásticas. Tras detallar cómo algunos alumnos, de los que da
nombres y apellidos, juegan a las carreras en los distintos pisos del
centro y comentar que los esfuerzos del profesorado realizados hasta
la fecha son completamente inútiles, cuando ha transmitido a sus compañeros
una clara sensación de batalla perdida, propone que se cierren con llave
los aseos de los alumnos para evitar que se escondan en medio de sus
carreras. Tanto la descripción como la propuesta de controlar el acceso
a los baños son escuchadas con atención y preocupación por los compañeros,
quienes corroboran la descripción y apoyan la medida sugerida. El jefe
de estudios quedó en estudiar la propuesta para integrarla en lo que
estaba siendo una revisión general de las normas de convivencia del
centro. Curiosamente,
a la semana el orientador preguntó ante el mismo grupo cómo seguía la
situación y la respuesta fue que significativamente mejor. La mera preocupación
generada por el enunciado del problema parecía hacer incidido en la
regulación por parte de los tutores del tráfico entre clases. Pero esta
nueva lectura de la situación costó arrancar en el grupo, que parecía
atrapado en el discurso de la alarma, la incapacidad para responder
sin el recurso de la cerradura y la sensación de amarga derrota. Es
más, el trabajo de revisión de otras medidas organizativas de la convivencia
se vieron también marcadas por esa forma de mirar(se) hacia la función
educadora. Pero
practiquemos el análisis de sentido de esta situación. ¿Qué hay en los
servicios que encerrar, qué constituye esa fuerza adolescente que no
se puede controlar y a la que hay que “echar la llave”? ¿Cómo explicar
el quehacer educativo ante esta impetuosidad que parece inmanejable
para los educadores? Si seguimos
a Clara Jasiner [1] el echar la llave a
los lugares del centro se coloca en una distancia significativa de lo
que ella valora como función de la palabra. La autora sostiene: “…que en las aulas se impone
intensificar la confianza en que la alfabetización munida de la palabra
como instrumento que opera la construcción de bordes imprescindibles
para que nuestra construcción de subjetividad disponga de anclajes y
pueda devenir en capacidad simbólica y por ende creativa ante situaciones
de arrasamiento por debilitación y caída de la ley”. Siguiendo
esta propuesta podemos pensar que poner palabras en el espacio escolar
permite abrir conciencia y conocimiento, promover aprendizaje impulsando
la transformación, el cambio y el desarrollo. Siendo esa palabra un
instrumento de contención, de posibilidad, de anclaje -como dice Jasiner-
que permita sostener y sujetar suficientemente como para poder elaborar
y transformar. La llave
nos lleva a la verja y al trabajo de Cecilia Naumec [2]
a propósito de las rejas, la autora señala cómo las rejas físicas en
las escuelas …devienen en rejas en el pensamiento,
en los sentimientos, en la construcción de lazos, en las palabras y
en las miradas. El yo –realizando un trabajo de interpretación de lo
percibido- permite que el adulto convierta sus sentimientos en ideas.
Un adulto también oferta significaciones que le permiten al niño nominar
sus afectos. Frente
a las palabras, las rejas como objeto de protección y resguardo profundizan
la …resistencia a pensar, resistencia
a actuar, resistencia a cambiar la pregunta, a sacar la reja, donde
queda la queja inhibiendo la acción. Me pregunto si las rejas no están
también para atrapar al cuerpo docente, no en el sentido del conjunto,
sino en el de corporeidad. Pensar
en cerrojos, rejas y llaves nos pone en la pista de enunciar el eje
inclusión-exclusión social en el marco del sistema educativo. En aquello
que se queda fuera de lo hablado, de lo explícito en el contexto escolar,
de aquello que se supone que no se habla (el currículo mudo) y aquello
que se enseña sin decirlo, sin decir que se enseña/aprende (el currículo
oculto, por el que se enseñan cuestiones como las relaciones de clase,
de género, de poder…). Desde otra perspectiva pensar en exclusión también
remite a aquellos que se quedan fuera de los espacios de participación
y de las posibilidades de aprendizaje. En ese sentido hemos de recordar
la presencia de la llamada Escuela Inclusiva en el proyecto de muchos
educadores y la iniciativa de algunos centros. No sólo
se trata de las verjas que encierran y limitan al que rodean, también
de las fronteras que impiden el paso, de los obstáculos para acceder
a un estatuto ciudadano. Para Castells la exclusión social es el proceso
por el cual se impide sistemáticamente “a ciertos individuos o grupos
el acceso a posiciones que les permitirían una subsistencia autónoma
dentro de los niveles sociales determinados por las instituciones y
valores en un contexto dado”. Para Jiménez Ramírez [3]
“los excluidos se encuentran al margen de los procesos vinculados con
la ciudadanía social, es decir, con aquellos derechos y deberes del
ciudadano que tienen que ven con el bienestar de la persona”. En este
marco la falta de competencias profesionales, el analfabetismo, los
bajos niveles formativos, el abandono temprano del sistema escolar,
la falta de titulación básica son factores de vulnerabilidad que pueden
devenir en situaciones de exclusión social. Para
Bel Adell [4]
la exclusión social es un germen de violencia en un triple
sentido: institucional, popular y represivo. Esta profesora afirma “El estado actual de la exclusión
social resulta de una triple ruptura: económica, social y vital y de
la confluencia convergente de tres factores: estructurales, que conforman
una estructura excluyente; sociales, que cristalizan en contextos inhabilitantes;
y subjetivos, fragilizando y desmotivando los dinamismos vitales. Se
trata de tres ámbitos que se yuxtaponen, se sobreponen y se retroalimentan”. Ya en
1970 Bourdieu y Passeron [5] señalaron cómo
la escuela servía para legitimar las desigualdades sociales al acreditar
que las distancias en mérito y rendimiento que se producen en su seno
no están fundamentadas por el origen social. El sistema educativo es
un mecanismo para blanquear desigualdades, en el que se emiten certificados
de autenticidad para justificar las diferencias. Dubet
[6] afirma sobre esta cuestión, partiendo del análisis
de la situación escolar: “…podríamos… preguntarnos si
no hay una suerte de estructura general de las desigualdades en una
sociedad que sin cesar afirma la igualdad fundamental de los individuos,
al tiempo que los coloca frente a pruebas profundamente desiguales” El mismo
autor va a proponer una revisión de la institución educativa [7]
desde la crisis de lo que él
denomina el “programa institucional” al que se refiere para caracterizar
los sistemas que las sociedades modernas utilizan para crear socialización
y subjetivación, donde la institución escolar tiene un lugar preeminente.
El programa institucional remite a una forma peculiar de socialización
en donde se organizan estructuras y dispositivos para trabajar sobre
los otros (educación, intervención social, salud) de forma que estos
espacios, además de otras cualidades, posean un poder “institutor” generando
socialización y subjetividad. Según Dubet el programa institucional
en Francia adopta ciertos aspectos esenciales del sistema religioso
para constituir un espacio desde el que instituir ciudadanía republicana.
Dubet
plantea que este entramado de socialización se encuentra en un momento
de declive. Apunta entre los motivos de este a cuestiones como la extensión
de la escolaridad obligatoria a toda la población; los desarrollos de
la cultura de masas, fuentes de información y socialización; o la profundización
en la diversidad social que hace resquebrajarse visiones monolíticas
y compartidas de generar socialización y subjetividad. Y esa crisis
que afecta de lleno por la institución educativa es vivida por sus actores,
los docentes, como un cuestionamiento hondo de su lugar y con un profundo
sentimiento de nostalgia por una escuela del pasado, una añoranza adornada
de importantes componentes míticos. Algo
parecido plantean Corea y Lewkowicz [8] quienes enuncian el
concepto de escuelas destituidas, aludiendo a un proceso de descentramiento
que la institución educativa vive en el tránsito de las sociedades-estado
a las sociedades-mercado. Afirma Lewkowicz al referirse de la situación
de la institución escolar en la sociedad-mercado: “Los ocupantes de las escuelas
postnacionales (maestros, alumnos, directivos, padres) hoy sufren por
otras marcas. Ya no se trata de alienación y represión sino de destitución
y fragmentación; ya no se trata del autoritarismo de las autoridades
escolares, sino del clima de anomia que impide la producción de algún
tipo de ordenamiento. Dicho de otro modo, los habitantes de la escuela
nacional sufren porque la normativa limita las acciones; los habitantes
de las escuelas contemporáneas sufren porque no hay normativa compartida.” Esta
transformación social convierte en palabras del autor a la escuela en
un galpón [9].
En la escuela postnacional “Se trata de un coincidir puramente
material de los cuerpos en un espacio físico. Pero esta coincidencia
material no garantiza una representación compartida por los ocupantes
del galpón. Más bien, cada uno arma su escena. De esta manera el pasaje
de la institución al galpón implica la suspensión de un supuesto: las
condiciones del encuentro no están garantizadas”. La sociedad-mercado no se sostiene
por los vínculos interinstitucionales de producción de subjetividad.
Ahora la institución escolar, productora de subjetividad disciplinaria,
integra a personas cuya subjetividad dominante es mediática. Frente
a las normas y el saber se presentan imágenes y opiniones personales
y desde aquí se inicia el malentendido. “Se arma, entonces, el desacople subjetivo
entre la interpelación y la respuesta, entre el agente convocado y el
agente que responde, entre el alumno supuesto por el docente y el alumno
real. El malentendido galopante es el sustento del galpón… La relación
entre instituciones se deja describir como una Babel sin torre.” El malentendido es una alteración
del proceso de comunicación producida por el equívoco de situar a uno
de los interlocutores en un lugar donde no está, dirigirse a él utilizando
mensajes que son definidos de forma distinta en función el código de
los implicados o decodificar incorrectamente las marcas del contexto
desde las que se produce el acto comunicativo. Sea cual fuere el motivo,
el malentendido remite a una distancia excesiva de los esquemas de referencia
de los interlocutores. Y si bien, cuando se da en una situación puntual
puede elaborarse sin dejar rastro –pensemos en cuantas veces el malentendido
es la base de un chiste- cuando se da de manera reiterada, el malentendido
es una fuente de desencuentro y malestar. Si pensamos que la situación
escolar como un espacio en que pueda darse un malentendido crónico en
las formas de entender el sentido de la escolaridad, podemos estar hablando
de la fractura entre la educación pensada en la sociedad-estado y aquella
otra de la que hablamos como de la sociedad-mercado. Ahí caben situaciones
como la del alumnado que espeta a sus profesores de educación plástica
o educación musical ¿y esto para qué me sirve? ¿Por qué necesito aprobar
tu materia para acabar la ESO y pasar a estudiar formación profesional?
O bien otras en las que el saber
adolescente, con sus implicaciones e intensidades emocionales entra
en supuesta condición de igualdad al académico que porta el profesorado.
Así Julián le grita a su profesora de ciencias naturales que lo que
acaba de explicar del hígado es falso porque él sabe mejor que ella
cómo funciona, su padre murió hace unos meses de una enfermedad hepática.
Son situaciones que generan
malestar en los docentes: ¿Qué hago yo aquí?, ¿Para qué sirve mi dedicación?
¿Me pagan para guardar? ¿Es mi trabajo el de cuidador de guardería?
Se trata de cuestionamientos que podrían dar lugar a aprendizajes y
cambios en el esquema referencial, pero sólo en determinadas condiciones.
Un estado de estas características
se da cuando Eduardo, un profesor interino de Lengua y Literatura, se
encuentra ante una situación imposible en un grupo de diversificación
educativa. Él tenía en la cabeza, cuando decidió trabajar en la enseñanza
la imagen de un profesor de Bachillerato que le transmitió el valor
del saber y la capacidad de disfrutar con los libros. Nada que ver con
la situación que vive cotidianamente, de chicos de 16 y 17 años que
saltan sobre las mesas, hacen chistes y comentarios triviales o se cruzan
pelotillas entre las mesas en cualquiera de las 8 horas de clase que
tiene con ellos a la semana. ¡Se portan como niños! Expresa mostrando
su enfado y su frustración, él se siente obligado (y competente) para
educar a chicos mayores ¿qué hacer con esos alumnos reales, rebeldes
e imparables? ¿Cómo soportar la tensión de entrar en esa clase todos
los días? ¿Cómo manejar la frustración de sentirse inoperante, lejos
de lo que se representaba como función docente, de no poder reconducir
o establecer unas condiciones básicas de trabajo escolar? Antes de pasar a analizar qué
medios pueden ayudar a transformar una situación de esas características
querríamos detenernos en una de las prácticas que habitualmente pueden
desarrollarse para manejarse ante niveles de conflicto educativo como
el descrito. Estaríamos hablando de lo que Pichon-Rivière y Bauleo [10]
denominan pretarea, una situación determinada por la intensificación
de las resistencias al cambio, donde las ansiedades básicas (de pérdida
y ataque) se incrementan y por ello se establece una distancia entre
lo real y lo fantaseado, dificultándose el manejo de la realidad. Para manejar las tensiones aparecidas
en este momento productivo aparece el “como sí” como figura transicional:
se hace que se hace, se establece un simulacro que aparenta cumplir
con las condiciones de actividad aunque se hace en el vacío, sin generar
cambios ni –en nuestro caso- aprendizaje. Un profesor de historia resumía
esta situación así: “yo entro en clase y los chicos están imposibles.
No hay manera de hacer que guarden silencio o que atiendan, creo que
es el cansancio acumulado de todo el curso o la primavera, no lo sé.
Lo que sí sé es que yo llego y hago como si nada, abro el libro, cojo
la tiza y comienzo a escribir en la pizarra. Ellos no me escuchan, yo
tampoco los atiendo, pero sigo con lo mío, relleno pizarras y pizarras
de notas”. Pichon-Rivière y Bauleo afirman
sobre esta forma de enfrentar una actividad: “Podemos estipular que el “como sí” aparece
a través de conductas parcializadas, disociadas, semiconductas –podríamos
decir- pues las partes son consideradas como todos. Los aspectos manifiestos
y latentes son imposibles de integrar en una denominación total que
los sintetice… (El sujeto, el docente en nuestro caso) se entrega entonces a una serie de “tareas”
que le permiten “pasar el tiempo” (mecanismo de postergación, detrás
del cual se oculta la incapacidad de soportar las frustraciones de inicio
y terminación de las tareas y, causando, paradójicamente, una frustración
constante.” Para estos autores, desde una
perspectiva operativa, la pretarea es una fase necesaria y que puede
dar lugar en otros momentos a situaciones de elaboración de esas ansiedades
paralizantes, que va a posibilitar, producir y generar sentidos y aprendizaje.
Lo que nosotros podemos estar describiendo en numerosas situaciones
educativas de nuestra actualidad es que ese estado de “como sí” se cronifique,
y esta cronicidad genere nuevas realidades de frustración para los docentes
y violencia para el alumnado. Imaginemos que nuestro profesor
de historia sigue eternamente escribiendo en su pizarra sin reconocer
la situación en la que se encuentra. Difícilmente va a darse de manera
espontánea una situación de templanza y quietud entre el grupo-aula.
La percepción de estar descolocado ante la situación educativa, si no
se produce un ajuste adecuado en relación con la tarea, va a traducirse
fácilmente en más desconcierto y ruido por parte de los alumnos, entre
los que progresivamente aumentan las posibilidades de que se den situaciones
de riesgo y tensión. Proponemos pensar en términos
de exclusión el lugar de ese docente fuera de lugar, descolocado ante
una realidad con la que no consigue ser competente, en la que no hay
sentimientos de pertenencia ni de pertinencia, en donde no puede participarse
para aprender (a enseñar). Es un lugar psicosocial en el que aparecen
sentimientos e ideas relacionadas con la descalificación y la devaluación
profesional: los docentes así (aquí) somos cuidadores, no podemos enseñar,
no nos merecen, nuestro trabajo es de hacer de policía, de guarda de
seguridad… Es también un lugar que atraviesa las culturas institucionales. Al finalizar el siglo XX Marta
Souto [11]
planteaba una investigación en la que aparecen tres grandes culturas
escolares que resultarían ejes de actividad para cualquier centro escolar:
la centrada en el éxito y el rendimiento escolar; la gobernada por el
terror y el miedo; y la organizada desde la idea de la disciplina. En
estos momentos, integrando los análisis sociales expuestos, podríamos
pensar que todo establecimiento escolar se ve atravesado por una tensión
inexcusable: o genera aprendizaje o se ve abocado a manejar en términos
de terror-disciplina una situación de dificultad institucional. Si no
se enseña se extiende el caos o, como inversión, se centran las energías
en mantener la ley y el orden sin poder pensar más allá, eludiendo la
tarea educadora. En vez de contener para educar, se pasa en estas circunstancias
a trabajar con la única finalidad vivida como posible: cohibir, controlar,
someter, dominar. Si es cierto que, como afirma
Dubet, la institución educativa se encuentra en declive, si según Corea
la escuela es destituida en nuestras nuevas sociedades-mercado, ¿es
posible hacer algo más que lamentar eternamente las pérdidas vividas
por lo educativo o que responder con violencia excluyente a aquel alumnado
que no se acomode a una forma de pensar y hacer educación en las sociedades-estado
de la modernidad, repitiendo esquemas de otra época en los que se espera
que aparezcan unos alumnos que ya no existen mientras ignoramos las
características y necesidades de otros que acuden a nuestras aulas? Desde nuestra perspectiva cabría
recuperar algunas hipótesis de trabajo que ya resultaban críticas con
la situación educativa de las escuelas modernas y que podrían mantener
cierta vigencia en las actuales coordenadas socio-históricas. Vamos
a referirnos a planos del quehacer educativo como el vínculo docente,
la grupalidad o el análisis de la institución educativa. Pensar la relación educativa
nos lleva a recordar un texto de Souto [12] titulado “El acto
pedagógico” y en el que realiza un análisis en tres ejes de la relación
educativa. Para ella el triángulo educador-educando-contenidos se dinamiza
en tres planos que siempre generan movimiento: el psíquico, el social
y el instrumental. Con el primero se refiere a todas aquellas cuestiones
psicosociales que se juegan en la relación profesor-alumno: expectativas,
deseos, temores, transferencias de otras figuras y cómo eso se materializa
en un vínculo con sus repeticiones y sus capacidades creadoras. Junto a esto, otro plano se
integra en el proceso: lo social entendido como los juegos de reproducción
y transformación de la organización social y la producción de roles
y jerarquías. Aquí el tema del poder se hace central: cómo usarlo, cómo
administrar el poder sobre otros y sobre uno mismo; como aparece la
problemática política en el aquí y ahora educativo… y sobre todo cómo
hablarlo, cómo darle una visibilidad que permita pensarlo y aprehenderlo,
cómo convertirlo en un contenido que permita profundizar en el aprendizaje
y el desarrollo de ciudadanía. Dice
Souto al respecto: “Desocultar lo político, darle nombre y
existencia, legitimar el poder en lo pedagógico traerá seguramente aparejado
el destierro de las formas despóticas, autoritarias y perversas del
ejercicio y usurpación del mismo, las que, desde lo oculto encuentran
el terreno fértil para su reproducción”. Estas dos lógicas, la psicológica,
en la que se movilizan los elementos intrapsíquicos en la relación educativa,
y la social, en la que se materializan e intervienen los códigos micropolíticos
escolares, son inseparables de esa tercera dimensión tan especificada
y atendida por la didáctica tradicional: el currículum, los objetivos,
contenidos, metodologías, competencias y criterios de evaluación. Junto
a lo instrumental, lo que se enseña, se mueve cómo se vinculan el que
enseña y el que aprende y cómo esto genera nuevos sentidos y aprendizajes,
cómo marca el desarrollo subjetivo, tanto del educador como del alumno.
Pensaríamos que cualquier acto de aprendizaje pone a sus sujetos en
situación de exposición, de ajuste, de posibilidad de cambio, de transformación…
Aprender es cambiar y pensemos desde esta perspectiva que nos transformamos
transformando. Siguiendo el esquema de los
ámbitos propuesto por José Bleger [13] pasaremos del ámbito
psicosocial al sociodinámico y para ello ajustaremos el foco en el campo
grupal. Pensar en aprendizaje y grupalidad nos remite a otro texto de
Bauleo [14] en el que, además de defender que
aprender implica comprometer en el proceso informaciones, afectos y
conductas se propone el espacio grupal como medio y fin de toda actividad
de aprendizaje. Medio porque el aprendizaje entendido como acto social
sólo se va a llevar a cabo con otros, sólo el grupo va a permitir que
se produzca aprendizaje y se generen cambios. Fin porque el aprender
a aprender con otros es en sí mismo un objetivo, que instrumentalizado
abre puertas a nuevos contenidos y sentidos educativos. Afirma Bauleo
en este texto que “la elaboración de un sistema relacional también es
un aprendizaje”. Pensar lo grupal en educación
no sólo nos lleva a considerar el lugar del docente en el grupo-clase,
también debe remitirnos a otros lugares desde donde reelaborar la soledad
del docente. El trabajo educativo es un trabajo colectivo y en ocasiones
la libertad de cátedra se confunde con la celda de castigo. Uno trabaja
con otros, educa con otros, soporta con otros, crea con otros. Pasamos así al ámbito institucional
y a su papel como ámbito de producción. Exclusiones e inclusiones sociales
y educativas se producen en numerosos espacios y pautas cotidianas de
cada centro. La forma en la que se organizan los grupos, cómo se entiende
el valor de las reuniones de coordinación tutorial, el papel de los
departamentos didácticos, el lugar asumido y asignado a la dirección…
Lo obvio, lo cotidiano, lo indiscutible en muchas ocasiones se convierte
en la manifestación más evidente de formas de entender las relaciones
con otros, la diferencia, el conflicto, los afectos o las relaciones
de poder. Todo ello incluido durante mucho tiempo en el currículum oculto
del que hablamos anteriormente, todo ello entendido desde el esquema
operativo como parte del latente grupal [15].
Desde el valor dado a determinadas asignaturas (pensemos en el sentido
de la dureza de juicio desde las disciplinas próximas a las ciencias
naturales) al lugar dado desde una perspectiva de género a los niños
y las niñas en las escuelas. Pensemos en dónde se coloca la autonomía
docente (el valor que se otorga al poder del educador) o a la forma
en la que se entiende que hay que intervenir ante las situaciones que
vienen de fuera (conflictos, familias, recursos…). Desde una mirada tradicional
al acontecer escolar es frecuente encontrar una lectura segmentada del
ámbito institucional. Desde esta perspectiva se da por supuesto que
una vez cerrada la puerta del aula (curiosa la frecuencia con la que
esas puertas son imposibles de abrir desde fuera) ese grupo se sostiene
en una nube social: todo lo que ocurra o no ocurra depende exclusivamente
de sus integrantes y de lo que entre ellos acuerden o peleen. Se trata
del mito del grupo-isla, delimitado por Ana María Fernandez [16]. Focault señaló la
función de control de las instituciones disciplinarias y desde muchos
lugares se subrayó su papel represor.
Nosotros retomamos la propuesta de Dubet que plantea el papel
generador de subjetividad y socialización de las mismas para recordar
los riesgos de entender la actividad educativa desde el reduccionismo
funcionalista: si sacamos la historia del foco de la actividad docente,
negando los vínculos verticales y diacrónicos de sus actores, alumnos
y profesores; y además negamos la vinculación de ese grupo escolar con
su contexto próximo y general (lo social entendido como lo comunitario
y lo global), colocamos al grupo-clase en un lugar arriesgado, invisibilizando
sus vínculos con su historia y con su contexto. Frente al declive de la institución
educativa, la actitud de derrota y resignación que muchas veces muestran
aquellos educadores que viven indefensos la transformación de sus condiciones
de trabajo y su capacidad para educar, defendemos una actitud de transformación
y actualización del lugar educativo. En esa situación cabe destacar
cómo si ya no disponemos de una estructura socializadora sincronizada
(las instituciones disciplinarias enunciadas por Dubet [17])
del mismo modo que existía en la modernidad, en la que el respeto a
la autoridad o el reconocimiento del valor del saber se daban por supuestos,
es preciso en la actualidad entender la necesidad de encuadrar en cada
situación educativa el enunciado convocante, asignar a cada espacio
educativo un valor temporal que hay que explicitar y considerar en su
transitoriedad. Lo efímero se instala en las instituciones, lo que impide
ciertas prácticas pero da posibilidad a otras menos petrificadas. Esto
también significa reclamar el valor creador del acto educativo. Para
ello tomamos prestados dos términos, el de ensayo y el de autoría. Hablar de educación y creatividad
nos remite a Morín [18], quien trabaja en una publicación compartida
sobre la contraposición entre programa y ensayo. Entiende que en el
primero el fin de la acción está decidido de antemano, toda la atención
y el esfuerzo están puestos en juego para alcanzar un objetivo predeterminado
y todo aquello que ocurra inesperadamente va a ser tomado como una interferencia,
una alteración de lo planificado. Nosotros defendemos una actividad
educativa sostenida en el ensayo, pensado éste desde un triple sentido:
científico, intelectual y artístico. El ensayo pensado desde la actividad
científica, nos lleva a plantear el hecho educativo como un experimento
en el que proponemos condiciones para investigar qué ocurre, en nuestro
caso qué se aprende, cómo se hace, porqué no da lugar a otros resultados.
Ensayo que permite tanto buscar respuestas como formular nuevas preguntas,
momento de un proceso que se construye y se revisa paso a paso. En el
sentido literario, la idea del ensayo engarza con nuestra visión del
hecho educativo en la medida que hacer educación requiere una reflexión
sobre la práctica que van a generar discursos sobre ella. Por último
el término ensayo nos remite al campo artístico y dramático. Ensayar
es lo que hacen los grupos teatrales y los intérpretes musicales. Es
el ensayo un marco para producir con otros, para revisar y aprender,
para crecer junto a otros. Ensayos son los encuentros en el salón de
actos de alumnos de un ciclo con sus flautas dulces preparando la actividad
de cierre del trimestre; ensayos también los trabajos de matemáticas
o los de comentario de texto de lengua, filosofía o historia. Desde otra perspectiva Alicia
Fernández [19]
propone el término autoría para pensar el lugar de actividad creadora
del que aprende y el que enseña. Esta psicopedagoga define la autoría:
“Como el proceso y el acto de producción
de sentidos y el reconocimiento de sí mismo como protagonista o partícipe
de tal producción”. Fernández desarrolla una posición ante el pensamiento
que lo remite a la capacidad para hacer preguntas, lejos tanto de las
certezas dogmáticas como de las dudas inmovilizantes. La autora también
señala que la relación entre creador y creación no es unívoca. La creación,
como el aprendizaje o el saber, transita entre los sujetos pero no establece
con ellos relación de propiedad. Y considera que el vínculo entre autor
y obra los condiciona de una manera recíproca: “Nosotros trabajamos con la noción de autor,
como autor de obra y recíprocamente como él mismo creado por la obra
que está creando. Este autor se produce cuando se reconoce creando,
cuando su obra muestra algo nuevo de él, que no conocía antes de plasmar
su obra”. Precisamos mudar a un paradigma
de enseñanza que pase de subrayar como claro, conciso, concreto el objeto
de su actividad y que pueda integrar características como complejidad,
contextual, conflictivo y cuestionado. Que no le tema a la confusión
ni a la incertidumbre. [1]
Jasiner, Clara, El aula:
territorio de la palabra subjetivante,
en Revista Área
3. Cuadernos de temas grupales e institucionales. www.area3.org.es.
Nº 14. Invierno 2010 |
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